El marido de Juana Libedinsky entra en coma tras sufrir un grave accidente mientras esquía en Bariloche. Conrado Tenaglia rueda sobre la pendiente de una montaña nevada. Como en los dibujitos animados, su cuerpo rebota una y otra vez contra la superficie, el casco sale disparado y se golpea la cabeza directamente contra una roca afilada.
El diagnóstico es devastador: traumatismo encéfalocraneal grave combinado con una lesión axonal difusa, comunican los médicos a Juana ese día terrible de agosto de 2019. Pocos sobreviven a un tres en la escala de Glasgow. Conrado tiene pocas chances de volver a ver la luz, y, si lo hace, las probabilidades de recuperación son poco alentadoras. ¿Cómo vivir con la incertidumbre? ¿Cómo escribir sobre ese precipicio entre la vida y la muerte?
En Cuesta abajo Juana Libedinsky cuenta en primera persona la historia completa: el viaje de Nueva York a la Patagonia y el accidente que lo trastocó todo. El traumatismo encéfalocraneal grave combinado con una lesión axonal difusa repetido en las voces de los médicos como sentencia irreversible e irreparable. La pesadilla de la incertidumbre.
Juana repasa los meses de internación y los múltiples intentos de despertar a Conrado con métodos poco ortodoxos -entre los que se incluyen pero no se limitan un Ménage-a-trois en el cuarto del hospital y una sesión intensiva de conferencias grabadas de Borges-. También las alternativas religiosas que se desplegaron por el mundo; el pastor episcopal del balneario donde pasaban las vacaciones organiza un encuentro de oración en la capilla del área. Una vecina de Nueva York convoca a una gran misa en la iglesia católica de St. Thomas More. Una amiga judía religiosa consigue que un rabino que viaja a Israel coloque el nombre de Conrado en el Muro de los Lamentos. Una compañera de tenis logra que los monjes de Bután eleven sus plegarias, y una amiga paquistaní hace lo mismo con su grupo musulmán cercano.
Por las plegarias, por los médicos, por las ocurrencias de los amigos o porque tiene un dios aparte, Conrado sobrevive y con todas sus facultades intactas. Es un milagro. Pero en los meses posteriores al trauma a Juana aún se le acumulan un sinfín de sucesos desagradables. En dos oportunidades la atacan a golpes en el subte. Le toca ser jurado de crímenes espantosos en los tribunales neoyorquinos. En un desafío absoluto de la estadística, su madre también entra en coma.
Esta es la historia de la mala suerte, la muchísima mala suerte, de una mujer lectora y perspicaz, que se resbala con la cáscara de la banana absurdas múltiples veces en menos de 180 páginas. Es la historia de Juana -porteña, neoyorquina, madrileña, lectora, periodista, madre, esposa, hija- y de sus amistades, las calles que recorre y las lecturas que la acompañan.
El libro es un poco como Juana. Delicado, sensible, culto, gracioso. Brillante.
¿En qué momento empezaste a escribir tu historia con la intención de convertirla en un libro?
“Mientras Conrado estaba en el hospital de Buenos Aires, un gran amigo psicólogo me había preguntado si mantenía un diario. Me dijo que podía ser catártico y prevenir el estrés postraumático. Pero en ese momento yo lo que más quería era olvidar todo, aunque fuera por un instante, y, más que escribir, el tenis y los libros me daban esas pequeñas cuotas de placer, comprensión o escapismo”.
“Más adelante, cuando contaba lo que le había pasado a Conrado —siempre me tocaba a mí contar la historia, él es reservado y con tantos días que habían desaparecido de su memoria—, solía encontrarme con que había interés por saber más. Finalmente, cuando me puse a escribir, ya pensaba al libro como una totalidad. Hice una selección de las historias que quería contar, y cambié datos de los nombres para las historias que eran de otros”.
En algún momento te das cuenta de que no era Conrado, sino vos la que no podía parar de rodar por la pendiente. ¿Es una revelación que tuviste antes o durante el proceso de escritura del libro?
“Durante, absolutamente. Hay un libro para chicos que se llama Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso, y en un punto me sentí totalmente identificada con él. La trama del libro es muy simple: Alexander se va a dormir con chicle en la boca y ahora tiene chicle en el pelo y cuando se levanta de la cama tropieza con la patineta y por error se le cae el suéter en la bacha mientras corre el agua…”
“Nunca logra que cambien las cosas. La evaluación de su día no cambia. No aprende nada que modifique su perspectiva, como que su día podría haber sido mucho peor, o que los días de otras personas ciertamente lo son. Solo se va a la cama. Por eso el libro fue tan revolucionario, porque hasta entonces se suponía que había que enseñar que de las cosas malas siempre, al menos, se extrae una lección valiosa”.
“Sentía que tenía que estar agradecida de que la recuperación de Conrado estuviese tan encaminada, y de que parecía que mamá también iba a poder salir adelante. Pero yo sentía que no estaba aprendiendo nada. Solo estaba pasándola mal. Mis días eran como los de Alexander. Se acababan y habían sido muy malos. Punto. A veces la vida es así”.
“Había sobrellevado los golpes muy graves con cierto humor. Pero en esos momentos sentía una espiral de desencantos cotidianos que me tragaba. Lo que a mí me ayudó a salir adelante en ese momento fue volver a trabajar y a dar clases.
Y a escribir”.
Juana Libedinsky es columnista de LA NACIÓN y profesora de periodismo en Madrid. Escribió para las revistas Vanity Fair y Vogue, es la autora del libro English Breakfast y es corresponsal cultural en Nueva York, donde vive desde hace más de 20 años.
Cuando la conozco en Manhattan, pasa de un tema de conversación a otro sin descanso, con maestría. En su conversación y en su escritura mezcla palabras en inglés y en español con naturalidad, uniendo sus dos mundos. Es sumamaente curiosa y además de tenista, es una lectora voraz. Durante los meses en los que su marido permanece inconsciente y la incertidumbre se lleva la vida puesta, los libros le devuelven la calma.
En esa caída en picada, Buenos Aires te abraza. Te devuelve a tu casa de la infancia, a tu familia. ¿Cómo se relaciona este regreso con el redescubrimiento de tus lecturas?
“Muy literalmente. Con Conrado en el hospital yo me fui a vivir a lo de mis padres, y recuperé mi viejo cuarto en su departamento. Ahí tenía los libros de una maestría en sociología de la cultura que había hecho hacía años. En un estante prolijamente había guardado los libros que había usado para mi tesis, que era sobre historia de la lectura”.
"Aferrarme a la literatura era la posibilidad de distraerme y a la vez sentirme acompañada, quizás guiada", escribe Juana en Cuesta Abajo.
“Eran textos de un mundo y unas preocupaciones tan lejanas a mi realidad que los volví a devorar con lo más parecido al placer que me daba el cuerpo, en las noches en las que no podía pegar un ojo. Un poco gracias a eso encontré como un marco teórico para escribir sobre lo que nos había pasado como familia. Que es también una historia sobre libros”.
¿Escribir Cuesta abajo fue otra forma de usar las palabras para transitar lo que viviste?
“Seguro que sí. Hay muchísimos estudios al respecto, y, quien sabe, quizás zafé del famoso estrés post traumático por haberme puesto leer y escribir. Pero yo quería crear algo que fuese algo interesante, de cierto valor, para el lector. Quería entregar una buena historia bien contada”.
¿Te dio miedo sentarte a escribir esta historia? ¿Cómo fue revisar esos momentos mientras escribías?
“En los peores momentos fui llamativamente pragmática y –hasta te lo agrego yo- súper eficiente. Pero hay un proceso que pasa por adentro. Hay partes, por ejemplo cuando les cuento a los chicos del accidente de Conrado y las posibilidades que enfrentábamos respecto al futuro, que fueron horribles de escribir y horribles de releer en cada edición. Incluso cuando contesto esta pregunta siento el proverbial cuchillo en el pecho”.
“Pero también hubo momentos en los cuales al escribir me sentía sumergida en una ola de cariño y agradecimiento al recordar lo que tanta gente había hecho por nosotros. Así que fue bastante visceral todo, aún el proceso de escribir, pero no dejé que eso me paralizara. Resulté un buen piloto para atravesar tormentas y -espero-que para escribir sobre ellas lo haya resultado también”.
La escritura de Juana es suave y transparente, se siente como un relato al oído, un torrente hipnótico de confidencias sobre cómo se siente, qué piensa en cada uno de los momentos disparatados que le toca vivir. Si hay algo que me sorprende de Juana es el humor que afila al escribir. Juana navega en lo absurdo con agilidad, saca brillo de las anécdotas terribles, horribles, malas, muy malas y las vuelve tragicómicas. Así habla sobre las culpas, los miedos, y la normalidad.
Pasan los años y los Libedinsky vuelven a la misma casa en Bariloche, suben la misma montaña, vuelven a esquiar sin darle a ello ningún simbolismo ni carga significativa redentora. Es la vida y punto. Los milagros existen igual que las miserias, y el final feliz es una posibilidad.
La tragedia y la gracia se entremezclan en una pluma que sólo puede ser la de Juana.
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