Esteban Escalona: idiomas desdoblados, crónica urbana y tinta negra.
Una conversación con el escritor chileno en Nueva York.
Esteban Escalona nació en Talcahuano, ciudad portuaria en el centro de Chile. Tierra de vientos fuertes y mares agitados, allí escribió sus primeros versos dramáticos. “En los cuadernos rayados de la escuela”, me dice, mientras se lleva a la boca y mastica un pedazo de galletita. Estamos sentados en un Le Pain Quotidien en Nueva York, entre la 7th Ave y la 29th St. Las conversaciones de las mesas contiguas se elevan y el eco retumba contra las paredes blancas del café. Nos inclinamos sobre la mesa para escucharnos mejor.
Lejos de su país natal y treinta años más tarde, Esteban Escalona ya no escribe estricta prosa poética ni versos sobre Chile. Hace tiempo que el Talcahuano, radicado en Estados Unidos, escribe crónicas urbanas sobre Nueva York.
Su nuevo libro, “Tal vez Manhattan” (2023), es una compilación de cuentos cortos en los que condensa los paisajes cotidianos de la ciudad. Son relatos mundanos que siempre encuentran finales retorcidos, y fantasías extrañas que se alejan del realismo con el que comienzan las historias.
En sus textos, la mirada detallista de Escalona se detiene en los vasos descartables de Starbucks en los que siempre escriben mal su nombre —Estevaun, Astephan, Stephan, Steve, Stehen. Escucha atento las conversaciones de la gente, entra en las cabinas telefónicas en desuso, repara en los ruidos y sin sentidos de la gran ciudad que nos rodea.
—Cuando tenía quince años junté dinero y me compré una máquina de escribir eléctrica. Tenía una pantallita, entonces tú escribías toda la línea y si estabas conforme dabas enter. Y ahí la máquina entraba a mecanografiar. Eso fue cuando limpiaba autos, me salió carísima.
Esteban Escalona tiene cuarenta y ocho años y vivió muchas vidas. Trabajó de payaso y de guarda de discoteca, fue mozo y preparó cafés, fue fotógrafo en varias ocasiones, y quizás alguna vez también atleta; fue actor y vendedor de objetos varios, y, algunos dicen, además fue músico en una banda de punk-rock.
—Durante la secundaria, más que por el dinero trabajaba para salir de casa y conocer gente. Quería probar cosas diferentes, nuevas. Entonces siempre andaba con dinero. Con esos trabajos me compré mi primer computador, una de esas cajas grandes con compact disc, cuando estaba en la Universidad.
En los 90’ estudió auditoría y se especializó en impuestos. En el afán de unir sus dos pasiones, escribió su tesis del máster acerca de los efectos del IVA sobre los precios de libros —y sacó diez. Sin dejar de escribir cuentos por las noches, a continuación fue profesor en la Facultad de Economía, investigador académico y recurrente expositor en congresos de finanzas. Escaló a Gerente de Impuestos en una consultora, y aún colaboraba en talleres literarios cuando fundó la empresa de tecnología que finalmente lo llevaría a emigrar a Estados Unidos.
Era Director de Finanzas en esta companía cuando decidió retirarse y apartarse por completo del mundo corporativo. Sólo y sin trabajo, pero decidido a quedarse en Nueva York, a continuación llamó a un amigo que tenía una empresa de mantenimiento de edificios en la ciudad.
Contratado como personal de limpieza, empezó a barrer las calles de las que se enamoró y sobre las que después basó su obra.
—Me encantó —me dice con una sonrisa que le ilumina la cara, y el entusiasmo alza su voz por sobre el ruido del ambiente— conocí otra vida. Conocí Nueva York.
En la calle conversaba con el cartero y con el que recolectaba las botellas plásticas para hacer unas monedas. Ayudaba a los encargados de los edificios y entraba en los departamentos de la gente a arreglar lo que se necesitara. Caminaba de día y de noche mientras descubría una faceta nueva de sí mismo y de la ciudad.
Esteban Escalona escribe que “reconocer la ciudad es reconocerse a uno mismo”. Fue la experiencia de este trabajo la que lo impulsó a escribir cada uno de sus relatos sobre Nueva York.
—Mi escritura nació en esa época. Tenía a cargo siete edificios y recorría las distancias entre uno y otro caminando, eran tramos de diez, quince, veinte cuadras.
Y en esas rutas repetidas empezó a observar las cabinas telefónicas. En uno de sus recorridos llevaba una libreta y empezó a anotar: en una esquina de la 14th hay una cabina, a dos cuadras hay otra; calle por calle, registró todos los puntos en donde veía cabinas telefónicas —fuera de servicio hace años—, y cuando tuvo una lista larga se lanzó a escribir la primer historia.
—Pensé que tenía la chance de sacar de la clandestinidad los lugares y las personas que se vuelven invisibles en la gran ciudad. Las cabinas estaban y tú pasabas y no te detenías a mirarlas, nadie las miraba porque ya no servían. Hasta de basurero, las usaban. Entonces dije, tengo que hablar de ellas. Porque nadie las ve.
Métodos
—Yo no programo nada, de repente siento que tiene que pasar esto, y lo escribo. Obviamente al principio no ocurre perfecto, pero yo lo pongo igual, escribo primero de forma desordenada y con faltas de ortografía. Después lo dejo descansar y al día siguiente me siento, lo reviso y empiezo a borrar. En ese momento recién descubro lo que estoy escribiendo, cuando empiezo a podar: ahí aparece la historia.
Cómo escribir
—Llevo una libreta para ir tomando apuntes de lo que observo. También uso las notas del celular. —dice mientras desbloquea la pantalla y me muestra las últimas anotaciones, un listado de frases sueltas que tienen potencial de convertirse en ideas para futuras crónicas— Voy anotando acá todo lo que se me ocurre. Lo que me gusta o me llama la atención lo escribo, o me grabo mensajes de voz. Lo hago desde siempre pero antes lo hacía con menos conciencia, era una escritura menos responsable. Ahora tomo apuntes pensando esto me puede servir en algún momento.
—Esto es como hacer una casa. —dice Esteban mientras apuramos los cafés con leche. Son las seis y media de la tarde y la cafetería cierra pronto— Primero viene la estructura gruesa, y después los detalles más pequeños. Cuando estoy haciendo ese trabajo de edición más fino uso el lápiz y el papel, tomo hojas sueltas y reescribo a mano hasta dar con la frase que me suena bien. Recién cuando la encuentro la escribo en el teclado.
Escalona tiene los dedos manchados de tinta negra. Es que escribe a pluma y se le abrió un frasco en la mochila. Procede a sacar del bolso dos libros y un cuaderno, lápices y biromes, todo impregnado de la misma sustancia pegajosa; algunas palabras manuscritas en la libreta de apuntes se pierden en la negrura de las salpicaduras.
—Con esta escribo casi siempre —dice acercándome la pluma— La Parker de 1960, la conseguí en una feria de pulgas. Me gusta como se desliza, es suave. Pero cuando firmo libros o cosas más especiales uso la Parker de 1951, que la conseguí en una casa de antiguedades. Es un modelo clásico.
—Es que el cerebro funciona distinto cuando escribes manualmente—determina— Hay una conexión especial entre la mano y el cerebro, descubrí que ayuda muchísimo a la creatividad, escribir a mano.
Las manchas de tinta negra son problemas secundarios.
Inglés - Español
El titúlo original del texto es “Tal vez Manhattan/Maybe Manhattan”. Son dos idiomas separados por una barra, dos maneras distintas de entender el mundo que entran en contacto en cada uno de los textos de Escalona; los relatos son sobre inmigración y soledad, sobre empezar la vida en un mundo que no se lee en la lengua propia, sobre los problemas que se arrastran a partir de esa incomprensión original.
—Pero al final Nueva York es una ciudad bilingüe. Tú te das cuenta que acá todos hablan algo de español.
Entonces publicó el libro en las dos lenguas, dividido en dos partes: la mitad del volumen está en español —en la versión original de los cuentos. La segunda mitad está en inglés, con cada uno de los relatos traducido.
Aunque haya dos versiones, el libro es uno. Igual que Nueva York.
Recomendaciones
Libro
“La sensación es un lugar”, de Gerardo Ferreira, es una genialidad absoluta. Las palabras se suceden una tras otra con una naturaleza que envidio, como si siempre hubieran estado hechas para disponerse en ese orden y solo Ferreira se hubiera dado cuenta. Releo los versos y estoy segura que las letras sólo tienen sentido en esa concatenación de oraciones livianas y de lucidez puntillosa. En menos de cien páginas, el escritor montevideano dice mucho. Léanlo.
Librerías - cafés
Estuve en Montevido y pasé por Escaramuza. En el barrio de Pocitos, los estantes se despliegan a lo largo de la casona antigua, con libros de piso al techo. En el fondo tiene un patio hermoso con un café.
Ya en Buenos Aires, ayer fui a Medio Pan y Un Libro, en Villa Ortúzar. A una cuadra de Av. Forest, se asoma la librería en una esquina, y sobre Virrey Avilés está el café; tiene una biblioteca de dónde podés sacar libros para leer mientras te sentás en las mesitas de la vereda a tomar un cortado con medialunas.
Epílogo: Construyendo el mapa de Bibliofilia
Si tienen librerías favoritas, estén en Argentina, Uruguay, Chile o Estados Unidos, escríbanme por acá cuáles son. Estoy dibujando un mapa literario, ubicando nuestras bibliotecas, cafés-librería, y lugares bibliófilos preferidos en cada uno de nuestros barrios y ciudades, y me gustaría que estén las tuyas en la lista.
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Jessie