Un habano con Marcelo Birmajer
Entrevista al escritor, periodista y guionista: errores ortográficos, soledades y una máquina de escribir, silencios y otros enigmas que lo inquietan poco.
Empujo la puerta de Puro Bistro a las seis y veinte de la tarde. La tabaquería sobre Thames y Nicaragua no aparece en Google Maps y pienso que quizás sea porque está sacada de otro tiempo.
Cinco hombres fuman pipa alrededor de una mesa redonda en el fondo del bar. Contra las paredes se alzan estanterías de madera con botellas de whisky perfectamente ordenadas y del techo alto cuelgan dos arañas de cristal: las lamparitas no se esfuerzan por iluminar el local en penumbras, inundado del aroma dulce del tabaco.
Un hombre robusto sale desde atrás de la barra y me pregunta en qué puede ayudarme, estoy esperando a alguien, digo. Me acomodo la cartera sobre el hombro y me raspo el esmalte fuccia de las uñas. Su silencio me confirma que estoy completamente fuera de lugar. ¿Me puedo sentar?
La duda le frunce la frente pero asiente y hace un gesto con la mano hacia los sofás. No hay sillas libres.
Elijo uno de los sillones cerca de la puerta y me hundo en el almohadón gris. Saco la libreta y el lápiz, apoyo el celular sobre la mesita ratona y cruzo las piernas. Al otro lado del ventanal un viento intempestivo sacude las hojas de los árboles. Es un martes húmedo, un día cualquiera de febrero en Buenos Aires.
A las seis y media de la tarde Marcelo Birmajer abre la misma puerta, saluda al encargado, me da un beso, un gusto, se sienta enfrente de mí y me pregunta:
—¿Te molesta si fumo?
Hace cinco años que el escritor descubrió este bar y no lo cambiaría por ningún otro. Los sillones de tapizado oscuro, las copas que van y vienen en bandejas metálicas y el humo suave de las pipas hacen a un clima de romantisismo intelectual que no encuentra en los cafés de especialidad palermitanos que abundan en las calles cercanas.
Diez minutos más tarde, habano en mano y reclinado contra el respaldo beige del sillón, el autor de más de veinticinco novelas y quinientos cuentos me dice que la vida no tiene sentido.
—Por eso la literatura sí tiene que tenerlo.
Marcelo Birmajer arrancó a escribir a los ocho años y su primer texto fue una autobiografía: “Es lo primero que recuerdo”, dice acariciándose la barbilla. Lo segundo que escribió fue un diario que repartía entre sus compañeros de tercer grado: entre las páginas de papel glacé incluía una noticia, un chiste, una reflexión y un chisme. Como siempre perdía los lápices, las gomas de borrar, los sacapuntas y biromes, Birmajer intercambiaba el “diario del aula” por los útiles perdidos que los demás le reintegraban como forma de pago. “Por eso digo que escribir es una forma de recuperar todo lo que perdí desde que nací”, afirma cinco décadas más tarde.
Publicó su primer cuento y una serie de poemas en el periódico Nueva Presencia; aún era adolescente. Antes de los veinte años empezó a escribir notas sobre historietas para la revista Fierro y desde entonces no paró de publicar nunca.
En una carrera febril, a un ritmo de más de diez publicaciones por década escribió novelas, relatos, fábulas, ensayos, obras de teatro, compilaciones de cuentos. Pueden fijarse acá la lista descomunal. Acá van algunas que quizás reconozcan:
Un crimen secundario (1991)
Derrotado por un muerto (1993)
El alma al diablo (1995)
Ser humano y otras desgracias (1997).
Tres mosqueteros (2001)
Historia de una mujer (2007)
El juicio al Ratón Pérez (2009)
El rescate del mesías (2018)
Martín Fierro Siglo XXI, coescrito junto a su hijo Simón Birmajer (2022).
Escribe para grandes y para chicos, novelas de amor y de suspenso, historias de casas encantadas y de niños solitarios; relatos eróticos e historietas cómicas. En todos los casos, historias que encierran enigmas. Sea en el amor o en la investigación policíaca, en la fábula o alegato, si hay una constante en la escritura de Birmajer es la cuota de misterio.
—Escribir es indudablemente una forma de subsistencia. Es la balsa a la que me aferro en el naufragio, en la tormenta, en el sinsentido.
A Birmajer le gusta la metáfora y la usa con cuidado. Cruza las piernas y busca la palabra perfecta, la más exacta para darle forma a las ideas que vuelan tras sus ojos claros. Hace años que trabaja en la radio —lo encontrás en Mitre, lo escuchás en podcast—, y acaricia las frases con la precisión de los que saben manejarse en el terreno de la oratoria. Además de las columnas diarias al aire, los sábados a la noche el escritor narra sus cuentos en vivo frente al público que se sienta en los sillones del mismo bar donde estamos.
Rodeado del humo traslúcido que exhala tras una primera calada al puro, dice que en cada función los cuenta distinto.
—Está muy relacionado a la respuesta del público. Veo si genero sorpresa, suspenso, risa, y según cómo reaccionan los voy cambiando.
En eso está el sentido de escribir relatos: no se trata de dar respuestas, de iluminar lo obscuro o de transmitir mensajes aleccionadores sino de ser capaz de remover las emociones de los demás.
—El sentido de la literatura no se relaciona, necesariamente, a una moraleja. Se trata de contar una buena historia que tenga un efecto en el lector. Que lo haga sonreir, emocionar, entristecerse.
Birmajer cuenta cuentos en voz alta como los narradores de otros tiempos, “es mi posicion atávica como narrador”, dice: “como en una caverna alrededor del fuego contándole historias a mi tribu”.
Hemos pasado de la señal de humo al telegrama y de la carta al llamado telefónico, del mail al mensaje de texto y del mensaje de voz a la reunión virtual. La tribu se transforma, los milenios pasan cambiando las formas de vincularnos y comunicarnos.
Quizás transmitir historias en voz alta sea una forma de revivir una tradición perdida entre los siglos, un hábito que a veces recuperamos con los más chicos, pero que termina por perderse en el pasaje de la infancia a la adultez. De ahí la necesidad de recuperar, tal vez, la oralidad histórica del relato.
—Los medios evolucionan, la tecnología avanza y cada vez hay más comunicación, pero la coyuntura es paradójica.
Birmajer se lleva el habano a la boca, la punta encendida en un tenue crepitar rojizo.
—Hablamos mucho pero asistimos a la degradacion del lenguaje escrito: la palabra se empobreció en el intercambio público. En las discusiones las ideas se expresan de forma rústica, incluso las que salen del más básico sentido común.
Quizás el ímpetu prolífico del escritor provenga de esta preocupación por la escasez de palabras afiladas.
Sea el ágora griega donde se congregaban los ciudadanos a discutir, sea la curia romana donde convenían patricios y plebeyos, sean las casas de café en las ciudades europeas, las pulperías rioplatenses o la front page de Twitter devenido en X, para Birmajer el diagnóstico es el mismo: “las ideas siguen siendo igual de estúpidas pero ahora encima las expresamos mal”.
Ante la falta de riqueza linguistica que padecen los posteos en las redes, ante los malos usos de la lengua y el triunfo de los mensajes cortos y vacíos —llevando la contra a la marea de los tiempos—, Birmajer todavía se para a contar historias.
Como un actor de teatro, como un comediante de stand up con su sketch, Birmajer tiene su guión, sus cuentos escritos, revisados y repasados. Pero sobre el escenario también tiene la libertad de jugar con los nombres, las tramas y los personajes. Cuando lee en voz alta puede inventar a medida que avanza la historia; cambia tonos de voz, hace énfasis en una u otra parte para darle al relato un nuevo brillo, para que la literatura cumpla con ese sentido que es el del impacto.
—También en voz alta a veces me pasa que me olvido de una parte del cuento. Lo que aprendí de la radio es que nunca hay que detenerse, hay que seguir adelante igual.
Los cuentos relatados con micrófono nunca son textos calmos; cada vez que son narrados son sometidos a la reelaboración, al perfeccionamiento continuo. En cambio, los cuentos escritos en papel e impresos entre tapas duras están condenados a la inmutabilidad —y por ende a otros riesgos.
—Mis cuentos publicados tienen errores garrafales. Y los corrijo docenas de veces. Pero los errorres son como la arena del mar, nunca los terminás de contar. Incluso van surgiendo durante el mismo proceso de corrección y se reproducen como bacterias.
Una vez por semana Birmajer publica un cuento en Clarín, así que son constantes los favores que pide a sus tres amigos: les exije que corrijan sus textos aún cuando no están terminadas las versiones. Y aún así siempre son insuficientes las revisiones para desterrar los errores que escapan a la vista.
—Singer decía que había un autor que murió de un error de ortografía. A mí ya no me pasa eso, ya no me muero de los errores. —les dejo por acá una nota sobre el nobel de literatura y las erratas— Porque los errores van a estar igual. Al final Borges tenía razón: uno deja de corregir por cansancio.
Cuándo, dónde y cómo escribe Marcelo Birmajer
Cuándo
—Prefiero escribir a la mañana. Antes escribía tomando mate a la mañana y whisky por la tarde para corregir. Pero ahora dejé de tomar alcohol. Hace cuatro meses, ni una gota. Así que igual prefiero la mañana siempre, para escribir y corregir.
Dónde
—Escribo en mi casa. En mi habitación, en mi cama, apoyado en la almohada. Durante veinte años tuve una oficina, pero me empecé a sentir solo, se ve que envejecí. Y para estar solo hay que tener fuerza, así que ahora prefiero estar en mi casa o en un bar.
Sea por el cambio de los tiempos o de la edad, cada vez se lleva peor con el hecho de que escribir sea un trabajo esencialmente solitario. “Ahora trabajo con una soledad manufacturada: necesito sonidos alrededor, los WhatsApps, los contactos esporádicos.”
—Más que el silencio, para escribir prefiero el ruido no intrusivo: las conversaciones lejanas que no interrumpen. Sentir la calidez humana de gente que está cerca pero que no me habla a mí.
Como en este bar, por ejemplo, que tiene algo de living público pero sin demasiada profusión de personas entrando y saliendo; tiene el grado justo de intrusion de la cotidianeidad.
Cómo
—Escribo invariablemente en la computadora. Cada vez pierdo más la capacidad de manuscribir y lo lamento mucho.
Los primeros escritos sí los redactó a mano, “miles y miles de páginas”, recuerda: su primera novela, Un crimen secundario, la manuscribió, después la mecanografió y la corrigió con liquid paper —“Cinco copias mecanografiadas hice”—. Incluso cuando apareció la computadora, siguió prefiriendo usar la maquina de escribir durante años.
—Lo que me atraía de la máquina era el ruido. El sonido de los tipos metálicos golpeando contra el rodillo me gustaba mucho, me daba una idea de materialidad y esfuerzo fisico al escribir que hoy ya no existe.
Sobre la barra suena un teléfono insistente. Los hombres en la mesa del fondo elevan el tono de voz pero Birmajer mantiene el ritmo pausado y el tono grave, y entre los murmullos ahogados dice que lo que lo hace ser un escritor es una variedad de acontecimientos:
Tener una historia para contar.
Estar convencido de que es el mejor que puede contarla.
Con esa historia, ser capaz de generar sensaciones.
—Escribir no te hace escritor. Yo no me jacto de ser prolífico: me jacto de contar buenas historias. La responsabilidad del escritor es narrar buenas historias. Esa es su función en el planeta.
“Buena parte de nuestra existencia está atravesada por el enigma, no por el descubrimiento”, dice Birmajer hacia el final de nuestra conversación. Crecemos dando explicaciones coyunturales sobre lo que nos pasa pero hay cosas que nunca tenemos del todo claras.
Pienso que la fascinación por el enigma es algo infantil, quizás. Es una relacion con la realidad en la que la falta de conocimientos y de recursos, propia de la niñez, se transforma en algo nuevo y encantador —de ahí que el misterio funcione bien como eje principal en las historias para chicos. Especialmente en las de Birmajer.
En la adultez descubrimos que sigue habiendo enigmas frente a los cuales no hay respuesta única; hay incertidumbres ante las cuales volvemos a esa posición infantil del desconcierto, pero de forma desencantada. Perdemos un poco, quizás, la fascinación sobre lo misterioso.
En los mil cuentos y novelas de Birmajer, la prespectiva de los personajes sobre el mundo casi siempre es desde lo mediocre. Lo rico de sus historias no está en el encandilamiento con lo extraordinario; como si las grandes maravillas de la vida se opacaran en la mirada humana, lo más interesante sucede en esa visión mundana sobre lo que no se puede comprender. Es la banalidad de la persona corriente la que hace frente al misterio, que se sobrepone sola —como todos al final del día, solos— a la incomodidad del no saber.
Recomendaciones porteñas y un libro
El café para ir leer: Mamina, una esquina en Villa Crespo con mesas azules y sillas y sillones, wifi y enchufes, un baño empapelado con hojas de libros, buen café y buen alfajor de limón.
La librería: Daín Usina Cultural está a cincuenta metros del bar Puro Bistro, y cuando me despedí de Marcelo Birmajer y pasé por la puerta no pude resistirme a volver a entrar. Fijate en sus novedades: siempre tienen presentaciones de libros, charlas con autores y otras actividades literatas. También podés pasarte a tomarte un cafecito entre las estanterías de sus bibliotecas.
El libro: Una vida prestada, de Berta Vias Mahou. Es la historia novelada de Vivian Maier, fotógrafa neoyorquina que trabajó desde desde los 50’ y durante toda su vida como niñera; con los chicos que cuidaba paseaba por las calles de Manhattan tomando fotos que solo saldrían a la luz años después de su muerte. Está narrado en segunda persona. El estilo conciso de la escritura, el efecto de la voz y los elementos biográficos hacen a una historia preciosa.
Recomendaciones neoyorquinas
Resulta que estoy en Nueva York, y lo que más hice fue entrar en bookstores a revolver libros y no comprar nada, estudiar en librerías públicas y sentarme durante horas a trabajar en cafés. Es decir, lo mismo que en Buenos Aires pero con otro misticismo. Me siento en el deber de compartir:
El café: About Coffee es el primero en la lista. No es muy especial pero acá muchísimos cafés no tienen wifi o direcamente prohiben el uso de laptops; es muy linda la reivindicación del volver hablar cara a cara pero me es poco útil para terminar esta newsletter a tiempo. Desde acá logro escribir algo congruente.
La bookstore: The Strand es la librería más inmensa a la que fui nunca. Tiene cuatro o cinco o seis pisos de libros nuevos, o firmados por los autores, o viejos, o usados, o ediciones únicas o de bolsillo. A la noche me quedé a escuchar la presentación de un libro:
El libro: Language City, por Ross Perlin, recorre la historia linguística de la ciudad de Nueva York a través de seis personas que hablan en seis idiomas casi en extinción. Te cuento más cuando lo termine.
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Decime acá sobre qué otro libro o autor te gustaría leer en una próxima entrega. Voy a intentar cumplir. Espero tu respuesta :)
Gracias por leer!!
Por acá me podés seguir y escribirme por cualquier comentario, opinión, pregunta o lo que sea. También podés responder esta newsletter a mi mail.
Que tengas buen domingo.
Abrazo,
Jessie